martes, 27 de marzo de 2012

martes, 13 de marzo de 2012

En defensa de las diputaciones (*)

SUELE ocurrir en la comunicación política que de vez en cuando aparecen determinados mantras que, sin que se sepa exactamente por qué, obtienen un gran éxito y comienzan a ser reduplicados incesantemente por políticos y tertulianos. Tal es el caso de lo que viene sucediendo con el tema de la supresión de las diputaciones provinciales preconizada en base, se dice, a su inutilidad y al gasto que suponen.

Lo malo es que a veces el mantra se impulsa desde el desconocimiento. Así, por ejemplo, me he encontrado con que sesudos articulistas e incluso profesores de Derecho ignoran que, como consecuencia del Pacto Autonómico de 1981, las diputaciones ya no existen en ocho de nuestras diecisiete comunidades autónomas: todas las uniprovinciales en las que, por serlo, el ente autonómico ha absorbido a las diputaciones, más Canarias, por la existencia de los cabildos insulares.


Por otro lado, la comunidad autónoma del País Vasco se superpone a la existencia previa de los Territorios Históricos de Álava, Vizcaya y Guipúzcoa en forma de diputaciones forales, organismos tan intocables en el esquema vasco que hasta sus normas tributarias tienen fuerza de ley. Así que el problema, de serlo, sólo afectaría a ocho de nuestras diecisiete comunidades autónomas, es decir a las comunidades autónomas pluriprovinciales, menos Canarias y el País Vasco.

El Pacto Autonómico de 1981 pretendió asimismo que las comunidades autónomas pluriprovinciales articulasen la gestión ordinaria de sus servicios periféricos a través de las diputaciones provinciales como reza literalmente el, durante más de veinticinco años incumplido, artículo 4 del anterior Estatuto de Andalucía. Sabido es que los políticos autonómicos ignoraron este mandato estatutario y decidieron montar otra administración periférica. Se nos podrá argüir que a lo hecho, pecho, y que lo importante ahora es si, siendo las cosas como son, las Diputaciones han de ser suprimidas.


De entrada nos encontramos con un pequeño problema: como la Constitución reconoce la autonomía propia de las provincias y designa para el Gobierno de éstas a las Diputaciones (artículo 141.2) y como los estatutos de autonomía organizan el territorio autonómico en base a las provincias que integran la comunidad autónoma (por ejemplo, artículo 2 del Estatuto de Andalucía vigente) y, a su vez, establecen que el Gobierno de éstas corresponde a las diputaciones (artículo 96), la supresión de las mismas requeriría la reforma simultánea o en cascada de la Constitución y de bastantes estatutos de autonomía.

Y parece un chiste de mal gusto que cuando lo que está puesto sobre la mesa es la necesaria reforma constitucional que cierre de una vez por todas la forma del Estado, un juego de trileros en forma de mantra intente focalizar el problema sobre las diputaciones y no sobre la estructura elefantiásica de las administraciones autonómicas con delegaciones provinciales de las consejerías en forma de virreinatos, por no hablar también de las sucursales provinciales de las agencias y organismos públicos autonómicos.

Nada de lo anterior justificaría la perdurabilidad de las diputaciones si se demostrase su no necesariedad. Pero aquí conviene distinguir entre el mal uso que la clase política haya podido hacer de estos organismos    -en forma de bocados a sus presupuestos para alimentar a militantes sin ubicación o de subvenciones discutibles- y el papel que constitucional y estatutariamente deben cumplir. Salvo provincias muy determinadas y que se cuentan con los dedos de una mano, lo usual cuando hablamos de cualquier provincia es que esté formada por la capital que le da nombre, un par de municipios grandes y un mosaico de pequeños municipios, a veces centenares (así hay 34 provincias con más de 100 municipios, de las que 19 cuentan con más de 200). Y para estos municipios la existencia de las diputaciones es, hoy por hoy, una cuestión de vida o muerte. Y si no han de morir, no habrá tampoco ahorro presupuestario por cuanto tendrán que recibir por cualquier otra vía los bienes y servicios que hoy les procuran las diputaciones, como ya ocurre en las comunidades autónomas uniprovinciales.

Restar añadir que la estructura provincial, con sus diputaciones, es consustancial a la implantación del Estado como Estado constitucional tras poner fin a la organización territorial de la monarquía absoluta. Y por eso, el Estado español de nuestros días está tan cimentado en la estructura provincial que ésta resultó inescapable a la hora de organizar a las propias comunidades autónomas. Así que el intento de su desmontaje no es baladí ni inocente sino que busca incentivar, compañeros de viaje aparte, el debilitamiento del Estado y el centrifuguismo autonómico. Baste recordar al Estatuto de Cataluña y su pretensión de abolir la estructura provincial.

(*) (Artículo de José Luís García Ruiz, Catedrático de Derecho Constitucional de la Universidad de Cádiz. Publicado en Diario de Sevilla el domingo 11 de marzo de 2012)

DECLARACIÓN DEL CONSEJO CONFEDERAL DE CCOO Y DEL COMITÉ CONFEDERAL DE UGT

La reforma laboral aprobada por el Gobierno, sin diálogo ni negociación con los interlocutores sociales, es una pieza más de las políticas de ajuste que promueven las instituciones europeas, lideradas por los  Gobiernos de Alemania y Francia, para satisfacer las demandas de los mercados financieros que especulan con las deudas soberanas.

La Unión Europea, desde mediados de 2010, orientó sus políticas para enfrentar la crisis, exclusivamente hacia la reducción del déficit público, renunciando a cualquier estímulo a la reactivación económica y apostando por la reducción del gasto social y la desregulación del mercado laboral. En realidad, las políticas europeas no buscan la mejor salida de la crisis, sino aprovechar la misma para debilitar el Estado social y los derechos de los trabajadores.

Las políticas antes citadas no han conseguido los objetivos anunciados; por el contrario han alejado el crecimiento y la Unión Europea volverá a entrar en recesión. El resultado es elocuente: 24,5 millones de personas en paro. Imponer estas políticas también ha comportado graves consecuencias para la calidad de la democracia en Europa. No se ha dudado en forzar cambios en las constituciones soberanas de varios países, y en otros se han impuesto gobiernos tecnocráticos. Todo ello promovido desde las élites políticas, negando la participación de la ciudadanía. España es un buen ejemplo de lo que decimos.

En nuestro país, las políticas aplicadas desde 2010 a las que ya respondimos con una huelga general el 29 de septiembre de 2010- han supuesto la paulatina degradación de los servicios públicos y las políticas sociales que, en el marco de la crisis, está sirviendo de coartada para su progresiva privatización, generando mayores injusticias y desigualdades entre la ciudadanía. Por otro lado, se está produciendo un empeoramiento de la situación económica: se ha deprimido el consumo, el crédito sigue sin fluir pese a las ayudas a las entidades financieras, cae la actividad económica, y crece el desempleo, que entre los jóvenes alcanza una tasa cercana al 50%.

Cambio de ciclo político


El cambio de ciclo político iniciado en las elecciones municipales y autonómicas de mayo de 2011 y que culminó en noviembre pasado con el triunfo por mayoría absoluta del PP, ha provocado la mayor concentración de poder institucional que ha tenido fuerza política alguna desde el inicio de la democracia. El nuevo Gobierno, lejos de corregir las fracasadas políticas anteriores, ha optado por insistir y profundizar en ellas. Nunca un Gobierno hizo tanto y en tan poco tiempo por acabar con la arquitectura social y laboral que entre todos decidimos poner en marcha tras las primeras elecciones democráticas de 1977, y que fue consagrada por la Constitución española.

Insistir en las citadas políticas es suicida. La ausencia de actividad económica es la que explica que el desempleo siga creciendo en España. Hace ya dos años y medio que el movimiento sindical propuso un Pacto por el Empleo, con participación de los poderes públicos, las organizaciones sindicales y empresariales y las fuerzas políticas parlamentarias. Un Pacto que contemplase la política fiscal, la reforma del sistema financiero, la política de rentas, el control de los precios, la política industrial, y que combinase las medidas de flexibilidad interna en las empresas con otras destinadas a la reactivación económica y al cambio del modelo productivo. Ni éste ni el anterior Gobierno fueron sensibles a esta propuesta.

Ahora nos encontramos con una nueva reforma laboral, aprobada mediante Real Decreto, sin negociación con los interlocutores sociales, que no respeta el reciente acuerdo entre las organizaciones sindicales y empresariales, y que tanto en la forma como en el fondo puede ser inconstitucional. Una reforma aplaudida por los empresarios y por los foros internacionales que defienden las políticas de ajuste.

La reforma laboral del Gobierno que preside Mariano Rajoy interrumpe el derecho del trabajo y lo reemplaza por una ilimitada arbitrariedad empresarial; facilita y abarata el despido; no reduce las modalidades de contratación y por el contrario las aumenta y precariza; introduce discriminaciones en las posibilidades de empleo; rompe el equilibrio de la negociación colectiva; y abre las puertas al despido, por primera vez, en las Administraciones Públicas.

Pero, además, se asesta un duro golpe a nuestro modelo social, a los pilares del Estado de bienestar: la sanidad, la educación y las políticas sociales. La constitución, hace unas semanas, de la Plataforma en defensa del Estado de Bienestar y los Servicios Públicos es una excelente herramienta para unir a amplios colectivos de la sociedad española y combatir los recortes de las políticas públicas. Por si fuera poco, el Gobierno anuncia su voluntad de eliminar o devaluar importantes derechos civiles como el derecho de las mujeres a la interrupción del embarazo, el matrimonio homosexual o los derechos de la inmigración. De no evitarlo asistiríamos a una quiebra de nuestro modelo de convivencia, y a la confirmación de un programa de acción política sometido a las exigencias de los mercados financieros.

Por todo ello, el Comité Confederal de UGT y el Consejo Confederal de CCOO, máximos órganos de dirección de ambos sindicatos, han decidido convocar una huelga general el 29 de marzo, y mantener la presión social hasta que el Gobierno rectifique y abra una negociación para abordar la situación aquí denunciada. Hacemos un llamamiento a los trabajadores y trabajadoras de la producción y los servicios, de las Administraciones Públicas, para que participen en esta huelga. Igualmente, nos dirigimos al resto de la ciudadanía para que la apoye y se manifieste contra estas medidas que, de llevarse a cabo, acabarán con derechos históricos, que tanto nos costó conquistar.

¡QUIEREN ACABAR CON TODO¡
HUELGA GENERAL EL 29 DE MARZO

lunes, 12 de marzo de 2012